miércoles, 27 de abril de 2016

El poeta Halley.

Acojo en mi hogar palabras que he encontrado abandonadas en mi palabrera. Examino cada jaula y allí, narrando vocales y consonantes encuentro a sucios verbos que lloran después de ser abandonados por un sujeto que un día fue su amo y de tan creído que era prescindió del predicado.
Esta misma semana han encontrado a un par de adjetivos trastornados, a tres adverbios muertos de frío y a otros tanto de la raza pronombre que sueñan en sus jaulas con ser la sombra de un niño.
Se llama entonces a las palabras que llevan más días abandonadas y me las llevo a casa, las vacuno de la rabia y las peino a mi manera como si fueran hijas únicas; porque en verdad todas son únicas.
Acto seguido y antes de integrarlas en un parvulario de relatos o canciones les doy un beso de tinta y les digo que si quieres ganarte el respeto nunca hay que olvidarse los acentos en el patio.
A veces les pongo a mis palabras diéresis de colores imitando diademas y yo sólo observo como juegan en el patio de un poema.
Casi siempre te abandonan demasiado pronto y las escuchas en bocas ajenas, y te alegras, y te enojas contigo mismo como con todo lo que amamos con cierto egoísmo.
Y uno se queda en casa, inerte y algo vacío, acariciando aquel vocablo mudo llamado silencio, siempre fiel, siempre contigo.
Pero todo es ley de vida.
Como un día me dijo el poeta Halley: si las palabras se atraen, que se unan entre ellas y a brillar, que son dos sílabas.